viernes, 29 de agosto de 2008

Lluvia anónima

Fotografía: Why don't you look at me. VAL-. http://www.flickr.com/photos/val-/2698140088/

Densas nubes se constriñen sobre las faldas del cerro El Ávila. Estoy sobre la hora, y mi mano sostiene el cuaderno para tomar los apuntes. En la calle, la luz ámbar tenue de los faroles ilumina los árboles espesos, proyectan sombras que danzan al ritmo del viento en homenaje a las Híades. Apuro el paso, a la distancia veo un carro estacionado sobre el brocal, tomo precaución; a un lado, una persona se acoda en la ventana del auto. No hay rostros, la oscuridad los ampara. Al acercarme, con una mirada rápida, de soslayo, distingo detrás del parabrisas fisonomías desdibujadas. En ese momento giró la cabeza y descubro sus facciones en un claroscuro escudado por la melena. Una imagen que comenzó a perturbarme toda la noche.

Una vez en el recinto tomo asiento, espero con paciencia que se regularice el ritmo de los latidos del corazón. Llevo en la mente la mirada fugaz que penetró mi consiente y se alojó en los recónditos espacios de la memoria. Me dije ―tranquilo, no pasó nada― me calmé, se fue aquietando la ansiedad.

Alrededor de una mesa rectangular, en cuatro filas laterales de sillas, los asistentes colmaban el salón. Comenzó la exposición y mi atención se centró en las palabras de la oradora, en el análisis del tema. Los apuntes en azul comenzaron a llenar las páginas del cuaderno. Sin embargo, la intuición me decía que algo sucedería esta noche y no sería para el olvido.

Transcurridos unos minutos percibí una presencia suprema que ingresaba en la sala, me volví a mi izquierda y en el quicio de la puerta se materializó su figura. Incrédulo, atisbé impávido la imagen que minutos antes se había cruzado en mi camino. Una centella penetró en mis ojos y se insertó en el pecho que ahora volvía a galopar a toda prisa. Dos sillas en la misma línea, me separaban del asiento en el cual se ubicó. Desde ese momento mi atención cambió su punto focal.

La luz de la sala me devela su rostro. Me siento invadido ante la armonía estética de una ninfa. El tiempo, las palabras, las intervenciones se distorsionan en susurros. No puedo mantener la mirada en ella como quien se embulle en un Monet o un Degas. Mis esfuerzos por verla y extasiarme con la lozanía de su piel broncínea, se hacen cada vez más insistentes pero me esfuerzo en no expresar interés, ―¡párate, busca agua, cambia el ángulo de la visión!― me digo. Lento voy a la pequeña mesa, tomo un vaso, me sirvo. De pié y en pausados sorbos bebo, observo su apostura gentil, la cabellera oscura con destellos caoba enmarcan su fino rostro. La blusa nívea, ceñida, resalta los contornos de la cintura y sus senos turgentes. Mi deseo era quedarme allí, observándola, sumergido en la fascinación de un momento onírico. Ya no puedo tomar más agua.

La llovizna armoniza con mis pensamientos. Un viento céfiro invade el ambiente con olor a hierba húmeda. La charla prosigue y yo insisto disimulado en verla a mi izquierda, hurgando entre las dos personas que se encuentran a mi lado. En un cruce súbito de miradas aprecié sus ojos brunos como la más estrellada de las noches sin luna. La lluvia se intensifica, fuerte se precipita. Del cuaderno de apuntes he abandonado las hojas, permanecen solas, no hay ideas ni resúmenes que plasmar en ellas.

Un comentario gracioso hizo reaccionar a la audiencia, volví a verla, sus delicados labios se entreabrieron para ofrecer una fulgurante sonrisa al momento que sus finos dedos, sensuales, recogían el cabello detrás de su oreja con el leve movimiento de su cabeza.

El deseo de dirigirle la palabra, intercambiar ideas, conocer su nombre me ronda toda la noche, ―el momento oportuno es al final de la charla― me dije, con la seguridad de un Mariscal que despliega el plano en la hierba del campo de batalla para trazar la estrategia de avanzada. La lluvia comenzó amainar. La charla terminó y los asistentes se levantaron de sus sillas en búsqueda de la salida. No sé si pasaron unos segundos o unos minutos, pero al buscarla ya había desaparecido. Al final no sé si fue una ilusión o realidad. Era demasiada limpidez en un ser.

La gotas redoblan en el paraguas, me abro paso sobre los reflejos de la calle húmeda. Entré en mi carro, lancé el cuaderno, giré el encendido del motor y avancé rumbo a otro sueño que no lo borrara la lluvia ni desvaneciera el nombre de una bella desconocida.

viernes, 22 de agosto de 2008

Humo de letras

Fotografía: With Pipe and Book. GREGORY PEASE. http://www.flickr.com/photos/glpease/2476751268/

Su estudio es la cueva que lo alberga en días luminosos, tardes de lluvia y madrugadas silenciosas. Allí, en su intimidad, se encuentra con las ilusiones, miedos, alegrías, amores y desengaños, porque la lectura y la escritura son un acto que abraza la soledad. La luz incandescente intensifica el amarillo pálido de las paredes. Frente al escritorio, en la silla ocre se sentó, y su espalda, en los tramos pandeados de la biblioteca, los libros esperan que sus dedos los toquen, sus hojas desean sentir la luz y su mirada. La lámpara en el techo, se refleja en el vidrio transparente, comprime el fieltro verde y las imágenes que le llevan al pasado cercano y remoto. En minutos, su pensamiento iniciará un viaje que le dará horas de paz.

Toda su vida le ha desagradado el olor del cigarrillo, pero a él le gusta fumar pipa cuando lee o escribe. Concibe el acto como el rito de un chamán. En cada inhalación las palabras toman cuerpo, y en la exhalación los pensamientos se elevan.

Sobre el escritorio, a la izquierda, la pipa reposa sobre un pedestal de madera. La toma y acaricia la superficie lisa, opaca por la pátina del tiempo. La boquilla muestra las marcas que ha dejado en ella por el uso. La separa del cuerpo de madera, la desarma y limpia con sutileza para extraer las impurezas. Contra la lámpara, mira a través de su conducto para cerciorárse de que no exista obstrucción. Con ligero empuje, calzan, se unen, macho y hembra se acoplan. La introduce dentro de la petaca que emana un aroma embriagador. Los trozos de tabaco la llenan. Su dedo ajusta la picadura, las hebras se condensan lo justo, lo necesario.

Levanta su cabeza y se pierde en la hojas dibujadas, pegadas a las blancas puertas del closet: monstruos voladores azules y rojos, un cohete que coquetea con las estrellas, el cangrejo naranja flirteando con olas azules del mar, Hulk con sus enormes puños verdes y unas letras policromas que dicen; papi te quiero.

Se volteó, los títulos competían en los lomos de colores. La mirada recorrió una y otra vez cada estante, de arriba abajo. Extendió el brazo y el índice decidió, haló a quien lo acompañaría esta noche. Un libro tímido, pequeño y flaco fue el favorecido. Lo colocó sobre el escritorio.

Llevó la pipa a la boca, arropada por la comisura de los labios, la sujeta con los dientes. Hala la argolla de bronce, toma la cajetilla y saca de ella un fósforo, lo rasga contra la tira áspera y una chispa lo enciende, ilumina sus dedos. Acerca el fuego a la picadura y con inhalaciones la llama se excita, el humo grisáceo, grueso, invade el rostro y una nube pinta el aire. El aroma a vainilla irrumpe el ambiente.

Cruza la pierna sobre la rodilla, toma el pequeño libro, al azar, selecciona una página, lo posa sobre su muslo, exhala una bocanada de humo y lee de Jaime Sabines:

LOS AMOROSOS

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.

Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.

Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.

Se amolda la pipa en su mano; cóncavo y convexo. Los labios entreabiertos expelen el humo que calma la ansiedad y centran su espíritu.

Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— han de estar solos.

Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.

Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.
Los amorosos son locos,
sólo locos,sin Dios y sin diablo.

La picadura crepita con cada aspiración, el fuego actúa con elementos afines. Expulsa, múltiples cintas que danzan en el aire, es la comunicación mística con el universo a través del humo, del fuego. Las palabras y el humo se elevan, se seducen

Los amorosos salen de sus cuevas,
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.

Un recio sabor contrasta con el aroma. Su rostro se cubre con otra bocanada de humo, se desdibujan las letras. Su mano siente el calor de un incendio como la ascensión de la kundalini; el calor de la vida, el calor de la palabra.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se van llorando, llorando
la hermosa vida.

Sus párpados se cerraron por unos largos segundos, en búsqueda de la neutra oscuridad, tomó la pipa y la mantuvo en la mano, su pensamiento daba sentido a las palabras enardecidas. Abrió los ojos y miró al frente uno de los tantos dibujos; de una lámpara de aceite amarilla, sale una voluta de humo que se transforma en un genio. El genio que acompaña a cada hombre como su doble, su demonio, su ángel guardián, su consejero, su intuición.

Inhaló la pipa, pasó la página y prosiguió inmerso en el aroma de la lectura.


domingo, 10 de agosto de 2008

Mango bajito

Fotografía: Mango - Cropped Version VELACHERY BALU
El ulular de la sirena se escucha cada vez más cerca, vecinos curiosos se van reuniendo, los faros rojos y azules de la ambulancia se asoman en la perspectiva de la calle. Hay quienes dicen que le pasó por bruto, otros que era ladrón, unos, por atrevido, y no falta quien se apiade de él y comente; pero si es un pobre hombre. Acostado en el suelo, con la mirada agónica, sólo tenía fuerzas para sujetar con su mano la bolsa plástica a la que se aferraba.

Vive a orillas del río El Valle, en el ribazo, debajo del puente Los Chaguaramos. Entre dos pilares, unos cuartones de madera sostienen las improvisadas paredes de cartón. De la cuerda de nylon guindan ropas húmedas, roídas, desgastadas por el tiempo. Un olor estomagante acompaña el agua turbia y arremolinada que se desplaza río abajo, llevando consigo parte de la diaria historia del sur oeste de la ciudad.

Los pilares cuatro y cinco los ocupa su amigo Pepe. Con él comparte historias, cigarrillos y la cocina; un fogón de cuatro ladrillos que sostienen una rejilla torcida. A un lado, trastes de aluminio curtidos y golpeados. Allí cocinan las verduras y trozos de carne que consiguen en los basureros de los restaurantes o los desperdicios que dejan los vendedores de legumbres en la avenida Teresa de La Parra.

En el andar por la ciudad sus palabras enlazan el día, hurgando papeleras, bolsas negras, extendiendo la mano a uno que otro transeúnte bajo un cálido día de cielo azul. El estómago de Pepe reclamaba las horas sin comida. Con desparpajo entró a una panadería en búsqueda de pan, pero de ella salió como perro espantado a palos.

―La comida te llega― le dijo Roberto ―se encuentra en cualquier lado, de algún modo tu boca la alcanza: la consigues en un basurero o extiendes la mano y alguien que se apiade te regalará un trozo de pizza, y hasta en una mata de mango consigues alivio . Soy pordiosero, mendigo, pero no de la sonrisa ni de la alegría. Te cuento que Matilde, mi mamá, durante mi embarazo, una de las cosas que más se le antojaba, era ir a comer mangos en un sembradío, al pié de la mata, en las afueras de Valencia. La fruta caía del cielo, amarillos, maduros, tibios por el sol. No hacía falta ningún esfuerzo para agarrarlos. Esa es la fruta que más me gusta, el mango de hilacha. Cuando estudié primaria; porque yo estudié hasta sexto, (porsiacaso no lo sabías) en esa época, en el instituto, cuando no tenía dinero para comer, aprovechaba el primer receso para recoger los mangos caídos en el patio, y algunos otros que guindaban en racimos, los apuntaba con una piedra o un mango verde y de un golpe los tumbaba. En el segundo receso, me sentaba a deleitarme de ese sabor dulce, amarillo, lleno de hilachas que me trenzaban los dientes, pintaban mis labios y enjuagaban las manos; igual que mi mamá. Creo que por eso hice resistencia estomacal a la fruta ya que jamás me dieron dolores de barriga y menos diarrea. De niño, en esa época nunca tuve hambre. Desde entonces respeto a los árboles de mango, me gustan, les doy las gracias por regalarme su fruta, ese hierro amarillo que luego se vuelve rojo en mis venas. Cuando veo un mango en el suelo siento que me llama a gritos, me pide que lo muerda, que lo saboree. Lo recojo, porque está allí para brindarme su textura suave, viscosa, jugosa, ese olor y sabor a trementina que tiene al halar con mis dientes la piel resistente, verde amarilla. Un mango, es un regalo que nos brinda la naturaleza, ¿no te has dado cuenta que la mata nunca se seca, siempre está frondosa? como si nunca se muriera.

Llegaron a una calle en la que habían árboles de mangos en los jardines de las casas y edificios, sus ramas frondosas ofrecían racimos cargados de la fruta.

―Roberto, vamos a tumbar unos mangos.

―Me trepo en la mata que está cerca del muro y agarro los maduros, cuando esté arriba muevo las ramas y los que caigan los recoges― dijo Roberto

Tomó una bolsa plástica, se descalzó los desechos zapatos, como un gato sus pies roñosos escalaron el muro y de un salto se apuntaló en el tronco. Las manos se hacían de las ramas, lento se acercaba a los racimos de mangos, uno a uno los desprendía, los colocaba en la bolsa. Las hojas lanceoladas que escondían de su vista los frutos, eran apartadas por los dedos acerados con largas uñas.

Un racimo de ocho mangos maduros, brillan con la luz naranja de la tarde, la brisa los balancea. Para alcanzarlos posó el pié en una rama. Su mano derecha agarró un vástago superior, tomó impulso y el pié perdió el soporte, quedó al aire. Con la mirada fija en el racimo, sintió el vacío; los mangos se alejaron, se escondían entre las hojas que cada vez se hacían más pequeñas, y la copa verde lentamente se distanciaba. Sintió un golpe en su espalda, los brazos cayeron sobre la tierra húmeda, su mano sostenía firme la bolsa. Los mangos, lejanos, se desvanecían en una oscuridad absoluta.

Pepe le gritó, pero no tuvo respuesta, pulsó insistente el timbre de la casa. Ante los gritos desesperados los vecinos se acercaron. Se abrió el portón del garaje y al entrar encontraron a Roberto tendido en el piso con la mirada perdida.

― ¡Aún respira!― dijo una señora sin atreverse a tocarlo.

―Coño no te vayas a morir, no me eches esta vaina― le decía Pepe arrodillado y con ojos húmedos.

―Esos desgraciados trataban de robar― gritó histérica la dueña de la casa.

Llegó la policía y los paramédicos. Hicieron preguntas, estabilizaron e inmovilizaron en la camilla a Roberto y lo metieron en la ambulancia.

―Señora, acompáñenos como dueña de la casa― le informó uno de los oficiales

―Ese mendigo no es nada mío― le espetó con desagrado.

―Pero mio si, yo le acompaño― Respondió Pepe, con las manos esposadas en la espalda a la altura de la cintura.

Pepe caminó pausado hasta la ambulancia, al pasar frente a la dueña de la casa la miró fijo a los ojos diciéndole;

― La diferencia entre usted y nosotros es que no somos mendigos de alma.

Entró en la ambulancia, veía el dolor en el rostro de Roberto. El paramédico se dispuso a cerrar la puerta cuando le dijo;

―Por favor me da la bolsa con los mangos, también son familia de Roberto