jueves, 30 de julio de 2009

Alma fragmentada

Fotografía: Muñecas. BELEN FUNES. http://www.flickr.com/photos/40963159@N00/550958579/


Marieta coleccionaba muñecas.

En las tardes a su regreso del preescolar les daba vida en sus juegos.

Ayer en la madrugada de luna nueva, su madre escuchó pasos y risas en el cuarto de la niña.

Con sigilo abrió la oscuridad del dormitorio.

Al encender la luz vio a Marieta acostada en su cama; estaba rígida, vestida de trapos, con los ojos de estambre y su cabello de nylon recogido con un lazo rosa.

Las muñecas desnudas la rodeaban, enfilaron sus miradas huecas hacia la puerta y gritaron al unísono:

¡Mamá!

miércoles, 8 de julio de 2009

Trascender

Imagen: Muerte de Michael Jackson por ARCHTRON http://www.flickr.com/photos/51307573@N00/3665858382/

Una vez declarado muerto , revivió.

miércoles, 1 de julio de 2009

Protector de recuerdos

Fotografía: Pícaro de FRANCISCO PEREIRA. panchoper@gmail.com

Francisco Javier amaneció con la garganta roja, le dolía al tragar, estornudaba de forma consecutiva y tenía una tos que comenzaba a ser ronca; preocupada me lo dijo su mamá por teléfono, porque cuando un hijo se enferma se nos asola el corazón. Me vi de niño y recordé a papá decir ―con el mar se va la gripe―. Busqué a Francisco y al día siguiente nos fuimos para la playa, salimos muy temprano, a las ocho de la mañana ya estábamos con las toallas bajo el paraguas y con dos sillas tumbonas frente al mar.

Norma número uno cuando se va con un hijo a la playa; untarlo de protector solar hasta por la planta de los pies. Apreté el envase plástico, la crema blanca, espesa, corrió por su espalda, mis manos la esparcieron por su torso, con delicadeza en las mejillas y en la punta de la nariz. Una vez untado su cuerpo, la carrera al mar y un grito de alegría no se hizo esperar, y de un impulso se zambulló.

El día transcurre, las risas de Francisco y su voz potente compiten con el sonido rítmico de las olas que una tras otra, entre silencios, me llenaron los espacios de recuerdos. Percibí el olor a salitre que me transportó a la carretera costanera vía a Camurí Grande. Los colores brillantes de los salvavidas y pelotas plásticas guindando en los cordeles a la entrada del pueblo de Naiguatá. El flotador de anime que parecía una bombona de oxigeno en la espalda y me convertía en Mike Nelson el “Investigador Submarino” en las piscinas del Club. Por instantes paladeé la textura arterciopelada de las uvas de playa, con ese sabor extraño, entre dulce y salobre; fueron muchas las uvas que recogí, como papá me enseñó; en un cono hecho con las hojas redondas y carnosas del mismo árbol.

―Señor, desea algo para tomar ―dijo un moreno alto, rasgando sin el menor desparpajo mis recuerdos.

Miré a sus ojos y su breve sonrisa, para luego decirle:

―Una cerveza y una Coca Cola, por favor.

El sol revienta en las crestas de las olas y Francisco las lucha, las domina, las remonta sin dejar una. Perfiladas se acercan a la costa y entre onda y onda el cuerpo de Francisco se desdibuja en el agua verdosa. Corrió una ola, al llegar a la orilla me miró, y pulgar arriba aprobó su hazaña. Lento vino hacia mí y me dijo:

―Papi, más protector.

Se lo apliqué en la espalda, recordé las manos rudas de mi papá estrujando mi rostro, olí el Coppertone.

― ¿Cómo te sientes?

Volvió a mostrarme su pulgar apuntando al cielo, tomo un sorbo de refresco y con el ímpetu inocente de los ocho años, a la carrera de nuevo irrumpió en el mar.

Los faralaos de la sombrilla se baten al viento. Mis pies hurgan la arena fría bajo la sombra, remuevo millares de diminutas rocas. ¿Cuántas huellas han transitado sobre esta arena? ¿Cuántos secretos dormidos? Arena cómplice de amantes, de risas, sepulcro de inocentes, ruinas de logros. Arena tallada en castillos de fantasía con fosos atestados de cocodrilos, cavernas de monstruos marinos y túneles que seguían la ruta de Arne Saknussemm. Trocitos del universo que alguna vez se incrustaron en mis ojos, entre angustia y llanto.

― ¡Papi, vamos a jugar en la arena! pero ponme protector―me dijo con sus ojos pícaros.

No hacía falta más protector, la luz no insolaba. La tarde doblegaba los rayos del sol. Me acuclillé en la orilla de la playa, él y yo fuimos uno. Reconstruimos el castillo ahora de su infancia, con gruesas murallas y almenas, cuatro atalayas, un patio de armas y el gran foso. A sus alrededores un bosque de pinos que hicimos empuñando arena liquida dejando deslizarla poco a poco entre los dedos. Nos vimos, nos reflejamos, nos revolcamos en la arena, fuimos parte de ella.

Las horas pasaron, el mar lavó el castillo, la arena se enfrió, la oscuridad del firmamento extendió sus brazos sobre el mar y con la noche regresamos exhaustos a la ciudad.

A los dos días llamé a Francisco Javier por teléfono.

―Hola hijo, ¿cómo estás, como te sientes?

―Me siento bien papi ya no tengo gripe, pero ahora se me están pelando los cachetes.