Tengo siempre pesadillas cuando ceno arepas de chicharrón rellenas de caraotas y aguacate, pesadillas como la de anoche, en la que me veía caminando por el Cementerio General del Sur, entre escombros y maleza, inmerso en la oscuridad, a golpe de martillos y cinceles, caminando detrás de mí un verdadero espanto, uniformado con chaqueta azul oscura de botones dorados, el propio General Joaquín Crespo, a quien le faltaba una pierna y cuyo sable le servía de bastón, se acariciaba la barba con una carcajada sardónica, mostrándome su lengua negra y babosa, señalándome luego a María Francia, la joven que lleva la falda por las pantorrillas, llena de encajes que son girones, muy sucia ella, el cuello con medallas de graduación, los libros sujetados bajo la axila, y yo que me escondo tras un sarcófago de mármol, para ver salir de entre una lápida, falto de costillas, a Don Bonifacio Flores, primer muerto enterrado en este cementerio, quien llama a los otros dos para que me rodeen, me cerquen, todos con sus caras huesudas, descarnadas, y sobre todas las impresiones el frío que se acentúa, el viento ululante que trae voces, las voces de los que ahora maldicen a los sepultureros, a los que profanan sus tumbas, a los que venden sus huesos para hacer brujería, y el miedo va creciendo mientras recuerdo películas de Drácula, elevo mi crucifijo para alejar todo mal y evoco nubes densas entre las que aparece Ultraman, de pronto bajo la estocada letal del General, quien lo deja inconsciente, el bombillo rojo tembloroso, tendido sobre el panteón de los Ibarra, espantos revueltos que no concilian el sueño de los muertos.
Me di vuelta, mientras cubría mi cara con las manos, y grité: ¡Me robaron los dientes! Me hincaban un palo en el costado, que en verdad era el codo agudo de Amalia, mi mujer, amanecida con un aliento de basurero: ¡Coño Miguel, no jodas, párate y tómate un Alka-Seltzer!