miércoles, 22 de octubre de 2008

Bella durmiente

Fotografía: Mosquito. Flickr.com

En la madrugada Gilda sacudió mi hombro.

―Pedro, mi vida, un zancudo no me deja dormir.

Giré el interruptor, y la luz sin consideración irrumpió entre mis párpados, me cegó.

―Descuida amor, duerme tranquila que yo lo cazo.

Si hay algo que no soporto es perder el sueño.

Tomé de la mesa de noche el arma letal para sorprender al mosquito. Recostado al copete azul capitoneado y con una almohada de plumas en mi espalda me mantuve en vigilia. Miré al techo, en la esquina hay telaraña. Recordé la versión de Sabina; le hace falta una mano de pintura.

La llovizna pertinaz irrumpe en el silencio.

Un zumbido a mi derecha. Las pupilas dilatadas buscaron al díptero que se escabulló. La cortina ondea. Gilda gira la cadera y su pierna torneada queda al descubierto; la cubro con la colcha, cuido su sueño. De nuevo el agudo revoloteo por mi derecha, no me muevo, sólo mis ojos.

Las gotas golpean los cristales de las ventanas.

Se posa en el lóbulo de su oreja. Se mueve, articula sus largas patas en búsqueda de la mejor ubicación para beberla. Las antenas tienen bigotes. Espero, le doy confianza para que succione. Su abdomen goloso comienza a inflarse de sangre, se hincha.

Una centella deslumbra la habitación; ahora viene el trueno…

Apunto con certeza y disparo la nueve milímetros.

Suspiré, apagué la luz y le dije.

―Amor, puedes dormir tranquila, ya lo maté.

lunes, 13 de octubre de 2008

Pupilas en tensión

Fotografía: Limpia vidrios. ESTEBAN GUTIERREZ. http://www.flickr.com/photos/estebangutierrez/656860042/

Como todos los días estaba lista para arriesgar su vida cada minuto. Vestía su braga verde luminoso, indumentaria especial que la protegía del frío y la aseguraba con sus arneses a la línea de vida.

El día inusualmente despejado, impregnado de azul con unas ligeras nubes que se transfiguraban con el pasar del viento. Recostada sobre el brocal que marcaba la diferencia de altura entre el piso 70 y la calle, había concluido de tomar su acostumbrado almuerzo que preparaba siempre la noche anterior. Solo veinte minutos la separaban de comenzar a oscilar como péndulo de reloj entre ventana y ventana. Reclinó su cabeza, perdió la mirada en el infinito con los deseos de superar sus limitantes económicas y soñar con poder —algún día— sentarse en las poltronas de las salas de reuniones y oficinas que veía a través de los cristales que con destreza limpiaba. El juego de la imaginación con la fantasía era incesante.

Atada a su cordel y sentada en la pequeña plataforma bajó hasta el piso sesenta y siete donde había culminado una hora antes. Humedeció el cepillo en el agua jabonosa y con ritmo ondulante bañó y restregó el plomizo cristal. Con el pequeño haragán de goma quitó los excesos de jabón, surgiendo ante sus ojos, la imagen de un maletín de cuero negro, con hebilla dorada. Abierto, con insinuación sensual, mostraba considerables fajos de dinero, billetes de alta denominación. Sus ojos se iluminaron, pasó unos minutos paralizada frente a la ventana, su mente era una montaña rusa que puso a prueba sus valores y principios. Advirtió la ausencia de personas en la oficina. Luego de una pausa determinó la posibilidad de entrar por la ventana en vista de que no estaba asegurada. Con la astucia de un felino, encorvó su espalda y el verde de su braga se fue apoderando del espacio, tanto como su ambición. Breve pausa, las muñecas pulsan, la respiración se acelera, la audición se afina. Caminó lentamente, la puerta de la sala de reuniones, para ella lealmente abierta, no hay nadie. El broche del maletín brillaba, coqueteó con su mirada. En la oficina contigua un robusto escritorio color café, sirve de pedestal a una balanza de bronce. Butaca de piel negra y de telón de fondo; placas, diplomas, títulos y honores. No hay nadie. A su derecha la romanilla en la parte inferior de la puerta indicaba la ubicación del baño, la luz estaba encendida, escuchó el continuo desagüe del lavamanos. Se agachó lentamente para mirar y hurgar en el recinto.

Su pensamiento volvió a la realidad, colocó el libro de cuentos en la repisa, el aseo riguroso, la liga a la cadera. El sonido característico de la succión del agua por el escusado. La blanca y fina mano empuñó la cerradura, giró y abrió la puerta, en ese instante avistó al limpiador de ventanas que colgaba en el exterior con su mirada fija en el plateado maletín metálico. Sus pupilas coincidieron, tensionaron, se desenlazaron pensamientos. Gladys con su blusa de seda verde, cerró el maletín, lo tomó firmemente con su diestra, caminó hacia la ventana, la aseguró, dio media vuelta hacia la puerta y apagó la luz.