Domenico lo abrazó con fuerza, le hincó la barba en la mejilla y le dio un beso con aliento de cantina. Los brazos rollizos de Marcia lo constriñeron contra su volumen abdominal, derramaba lágrimas de alegría que se esparcían con sus besos en la cara de Guido. Había llegado a casa con una nota de buena conducta y la formalidad de acatar los preceptos de sus padres.
Subió los angostos y empinados escalones de madera. Abrió la puerta de su dormitorio y puso los libros sobre la cómoda junto al portarretrato con la foto del Nono. Lanzó la mochila sobre la cama, despejó la cortina, y un abordaje de luz invadió el cuarto. Empujó el marco de la ventana y los olores del viñedo le recordaron la cercanía de la vendimia. A su izquierda vio las repisas con sus objetos preferidos, intactos, en línea.
El aroma a pastel de mora se columpió hasta el dormitorio cuando escuchó la voz de Marcia
―Guido, hay algo especial para ti.
De un salto llegó a la cocina y con avidez se dispuso a tomar un trozo de pastel. La papada de Marcia se agitó y le recordó que era para la cena y que primero debía bañarse.
―No te olvides de cepillarte las uñas de las manos y de los pies, enjabonarte el cabello y todo el cuerpo, y no te olvides del pipí ―una letanía que todos los días repetía.
A Guido le gustaba ver el fútbol, pero Marcia era la ley con el control remoto y sólo sintonizaba el canal Cucina Facil. Además, le tenía impuesto un horario para ver la televisión de seis a ocho y luego a la cama. Para dormir tenía que ponerse el pijama, pero el de barquitos, el que Marcia había mandado hacer con Rebecca, la costurera. Todas las noches, religiosamente, Doménico sentado al borde de la cama y con voz farfullante le contaba a media luz la historia de Pinocho. Juraba que el personaje de Gepetto estaba inspirado en su tío abuelo por una visita que le hiciera Carlos Collodi.
Los domingos era costumbre acudir a misa de doce y luego rezar el rosario, eso sí, vestido de fin de semana. Doménico trajeaba a Guido de camisa blanca, corbatín, pantalón corto y tirantes, medias blancas, zapatos negros y una boina a medio calzar. Le obligaban asistir como monaguillo los oficios del Padre Pascuale, lo que aprovechaba para beberse debajo de la escalera de la sacristía el vino de consagrar.
Guido no lo pensó más, la noche de luna nueva, saltó por la ventana, atravesó a lo largo los espalderos del viñedo sin advertir donde pisaba, corrió sin descanso perseguido por un espanto que deseaba ponerle grillos en los pies. Exhausto, sus puños golpearon sin cesar la puerta de la delegación policial y a gritos exigía que le volvieran a recluir en la prisión estatal por veinte años más para recuperar su libertad.