miércoles, 26 de marzo de 2008

Determinación húmeda

Fotografía: Swamp TV. JAMES GOOD. http://www.flickr.com/photos/jamesgood/363013819/

Inclemente ha sido la lluvia, sopla la brisa fría desde las colinas, desnuda los árboles, no mejora el tiempo, las aguas suben el nivel sin aviso ni respeto, la corriente empuja las decisiones.

<< ¡Carajo perdemos toda una vida! tengo que asumir prioridades, ¿a quién salvo primero? >>

—Sonia, amor, ya vengo, resiste, busco a SONY y vuelvo por ti.

— ¡Y no pierdas el control!

lunes, 17 de marzo de 2008

Castillo de Viernes Santo

Fotografía: Construyendo castillos de arena. IGNACIO BARANDALLA http://www.flickr.com/photos/barandalla/240920758/

Un avión era el brazo de Jonás, como esos que se ven en ascenso vertiginoso al llegar a Maiquetía. Lo extendía, rozaba su axila con el borde de la ventana del automóvil, lo hacía subir y bajar impulsado por la velocidad. Su mano ondeaba, jugaba con el horizonte del Caribe que se descubría maravilloso ante sus ojos. El calor húmedo comenzaba abrillantar la piel.

—¡El mar…el mar, mira el mar! — exultante gritaba, brincando en el asiento.

Para disfrutar el asueto, como era costumbre, la familia de Jonás se trasladaba a la “casa de la playa”, como la llamaban, a unos minutos del pueblo de Naiguatá. Cincuenta metros de arena y olor a salitre que trae la brisa marina la separaban de la orilla.

Pero si algo respetaba y hacia cumplir la mamá de Jonás eran las tradiciones de la Semana Santa, entre ellas, no bañarse en el mar el Viernes Santo porque quien lo hiciera se convertiría en pez.

Ese viernes en la terraza de la casa se escuchaba por la radio el sermón de las Siete Palabras. Jonás había volado en la hamaca, tocado el arpa que formaban sus tensas cuerdas, chuteado la pelota inflable de colores. En el patio, con una rama seca hurgó los huequitos en la arena para sacar cangrejos. Bajo la sombra de un árbol de uvas de playa en la cancha de bolas criollas, jugó con sus carritos en las carreteras de tierra. Apedreó el gato que sigiloso deambulaba por el basurero.

El día transcurría con un sol de marzo y un cielo que reventaba de azul. Jonás sentado en el descanso de la escalera miró a su izquierda una bandada de pelícanos, se desplazaban con un vuelo lento, suave, en formación. Abrió sus brazos, inconsciente los agitó. Su mirada los siguió hasta perderlos detrás de los espigados cocoteros. Un hombre aferrado al largo tronco, machete en mano tumbaba los pesados frutos. Cerca, tres niños corrían, se hacían al mar entre la espuma de las olas, en la seguridad que brinda la orilla. Sus morenos cuerpos brillaban y chispeaban reflejos de alegría. Se preguntó — ¿Y porqué no se convierten en pescao? —. El tintineo de las campanillas hizo que su lengua acariciara los labios y recordara la fría sensación y textura cremosa de un cono de mantecado. El heladero con su carro, sorteó la dificultad para salir de la arena, los listones de madera en el portón de la casa filtraron la silueta, luego se perdió tras el muro que protegía el tronco del almendrón, allí, tumbado entre hojas secas y raíces estaba el tobo, la pala y el rastrillo con el que construía fantasías en la arena.

La seductora llamada del mar es poderosa, más aún a esa edad en que se presentan los dientes de “paleta”. Con obstinación malcriada pidió ir a la playa para hacer castillos. Dudosa y resignada por tanta insistencia su madre aceptó.

—Eso sí, sin bañarte en el mar porque recuerda que es Viernes Santo.

Un salto de alegría. La sonrisa mostró dos hoyitos bajo sus mejillas y la simpatía de su encía. Las torneadas piernas de Jonás bajaron apresurado las escaleras, tomó el tobo, la pala y el rastrillo.

En el trayecto a la orilla de la playa, entre carreras y saltos, sus piececitos de empeine regordete, blancos, descalzos, flotaban en el calor de la arena. En las paradas, los infantiles ojos vivaces la escudriñaba con agudeza en búsqueda de caracolitos nacarados, conchas marinas blancas y piedras que el mar se había encargado de pulir y redondear sus cantos. El sonido seco del tobo se escuchaba al caer dentro cada trofeo.

El trajebaño anaranjado absorbió la humedad de la arena. Vació el tobo, colocó los caracoles y piedras a un lado. Animoso comenzó a llenarlo para formar las murallas. Atestaba el cubo una y otra vez, luego lo volteaba, le daba unos golpes, eran los baluartes. Colocó las piedrecillas y las conchas como revestimiento en los muros del castillo. El foso de los cocodrilos que lo protegía de enemigos ganaba espacio con cada extracción. Una repentina avanzada de espuma blanca tocó a las puertas del castillo. El frío se apoderó de sus nalgas y dio un salto con angustia, se retiró, vio su cuerpo, sus brazos. Recordó a su madre.

Una vez que la arena había absorbido al enemigo, su dedo índice estiró, sacó la liga del trajebaño que se ocultó entre sus nalgas, sintió el roce áspero de las piedrecillas en la delicada piel. Con la pala rehízo los muros, pausado los alisó. Incrustó más conchas. La invasión pirata dejó ristras de verdes algas que sirvieron para decorar el patio interior del castillo. De pié con la espalda descubierta, enrojecida, proyectaba la sombra del gigante que acechaba a los habitantes de su fantasía. El torreón marcaba el centro de la fortaleza, lo coronó con un pináculo de rama seca.

Sus manos comenzaron a extraer la arena del pozo para conectarlo con un túnel hacia el interior del castillo. Cauteloso, sin prisa, los deditos arrugados rasgaban las paredes poniendo a prueba la resistencia de la estructura. La sangre se le heló, el mar lamía sus tobillos, corría por los lados, invadió el interior del castillo cayó uno de los muros y el torreón se desplomó. La respiración se hizo rápida. La fría agua atacó su roja piel. Fijo la miró, no salían escamas. Recordó a su madre.

Llenó el tobo de arena y en fila fue vaciando una y otra vez su contenido para reforzar la muralla de los ataques. El mar con su vaivén acechaba. Unas manos de espuma avanzaron sin piedad, robustos puños de agua golpearon la sensible arena que se diluía. Las conchas, las piedras girando, eran arrastradas hacia el mar. El tobo, la pala y el rastrillo fueron robadas por quien decidido las llevó hacia sus dominios.

Jonás corrió tras sus juguetes. Las improntas que dejaba, al instante eran borradas por la empapada arena. Sus pies chapotearon el agua que invadía a la orilla. Recordó a su madre.

Sintió miedo. Pensó en la advertencia, en los juguetes, en el placer que sentía su cuerpo. Miraba a su alrededor, hurgó en el agua sin éxito. Una ola embravecida estalló frente a él, lo tumbó, lo revolcó. No había arriba ni abajo, un murmullo burbujeante llenaba sus oídos y sólo veía el negro de sus ojos apretados. Las manos vacilaban sin poder asirse, los pies no tenían apoyo. Su boca abrió espacio, saboreó el agua con fuerte sabor a sal. Sin contenerse inhalaba y exhalaba el oxígeno de los peces. Lo hizo varias veces y sin descanso, lento cedió la presión de sus párpados y vio como un mundo desconocido se abría ante sus ojos. Con asombro observó sus piernas y brazos, se tornaban de un color platinado brillante, reflejaba los rayos del sol que se filtraban desde la superficie. Con un movimiento brusco de cadera imprimió aceleración y observó un cardumen de peces que le seguía. El placer que brinda la libertad asaltó su cuerpo. Unos colores llamaron su atención, se sumergió a las profundidades y allí estaba el tobo, la pala y el rastrillo, al lado de extraordinarios castillos de rocas decorados con caracoles y algas.

Desde ese entonces, todos los Viernes Santo hasta el ocaso, en la playa, su mamá hace castillos de arena en espera que algún día el mar le devuelva a Jonás.


viernes, 7 de marzo de 2008

Más allá del reflejo

Fotografía: 42-16480709 PETER GREYNOLS http://www.flickr.com/photos/8019119@N04/2115784773/


En el lavamanos sucio y manchado por la gota impertinente, descargo mi orina ámbar, hedionda. Ya no quiero ni asearme, últimamente me repugna el agua, ni la bebo. Siento el pegote que genera el sudor de mi cuello. Se endurece la barba descuidada, me pica. Me desfiguro en las manchas de azogue, dividido en dos planos, como mi vida. Fijo la mirada en el reflejo, veo el rostro, detallo la pupila derecha, me sumerjo en ella y advierto con horror lo que hay dentro de mí.

Vivo para robarle hasta la esperanza a mi madre, pedir para comer y enardecer mis venas. Bostezo con aliento de asco. Los párpados pesados exponen mis purpúreos ojos vivos y dan fe de la mente muerta.

El día es para dormir, otra vez llegó la oscuridad y en ella escucho mil voces de colores que me llaman, me invitan a pasear entre las tumbas, soy la pesadilla.

¡Epa maricón!…, saludo al demacrado de la guadaña que lanzó los dados sobre el fieltro morado que cubre el ataúd. Irrumpen briosos de la plástica cortina con sus largas crines los caballos azabaches, al galope tiran de la carroza para venir a buscarme.

Hurgo en mi reflejo para ver ahora la pupila izquierda. ¿Qué es el tiempo?, para mí un segundo, un minuto o una hora es lo mismo. Da igual el día o la noche, cuando mi mente muere no existe en ella alegría, no hay paz. Sólo cuando vive por la maligna hay júbilo y bienestar. ¿Y de amores?, si, uno, por ella, por nadie más, nos amamos, nos diluimos en el placer malévolo de la complacencia que luego me lleva a un sentimiento de odio por mi mismo, de quien me río solo cuando el químico asalta desgarrando los recónditos pasadizos de mis venas. ¿Principios?, los que me llevan a la desesperación por iniciar con euforia mi rito de descenso. ¿Valores?, cualquier moneda o billete que me permita acceder a las puertas de mi infierno. ¿Sueños?, algunos y en colores. ¿Realidad?, la que me muestra este crucifijo que llevo colgado en el pecho, hablo con él y no me responde. Soy el alma que nadie quiere, todos ignoran y escupen. El destino uno lo crea no lo escoge y yo creé esta realidad infernal en que jugamos a los escondites la muerte y yo, entre cipreses, lápidas y pensamientos oscuros. Es mi mejor amiga y a veces mi retadora enemiga. Todo un excitante laberinto plagado de misterio donde se desea morir para que el cuerpo descanse en paz. Decidí hacer la felicidad fácil, rápida, instantánea pero ilusoria. Buscarla me conlleva a más infelicidad.

En esta covacha cuesta caminar. Entre latas de sardinas y cerveza, un colchón mal oliente manchado de semen, ceniceros rebosados de cigarrillos, papel de periódico y ropa sucia transcurren mis días. Hoy no amanecí bajo el puente sobre el cartón húmedo que hiela los huesos.

Cuando deambulo, en las sombras que generan los faroles de las avenidas o los neones de los lugares nocturnos se esconde mi vida. Mil bocas me juzgan, se burlan, me gritan, me insultan, me abusan. A mi madre sin tener la culpa la hacen presente en mi remordimiento, pero recojo las monedas que por lástima o para ganar indulgencias me lanzan y me mantienen muerto.

Ya no sé ni qué hora es ni qué día. Mi aura resplandece, es volátil, se desmaterializa, ¡que placer!, el reflejo de mis ojos está intacto en el espejo, me vuelvo átomos, en un haz de luz el vapor etéreo se funde en las pupilas reflejadas.

Vencida está la oscuridad, la tiniebla, todo es luz, paz, no hay sombras, ni preguntas, solo respuestas. No siento el latir de mi corazón ni el torbellino de mí angustiada sangre en las venas, no respiro, tampoco siento.

¿Dónde estoy?

Alguien me habla…

—“Toma mi mano, abre tu corazón, no te juzgues, yo te conseguí y te traje al gozo eterno, porque mi amor al hombre es infinito, te absolví de tu propia condena”

No lo podía creer, yo que tenía ganadas las flamas eternas del sufrimiento, ahora descalzo deambulo inmortal por el paraíso sempiterno.

Ja...ja...ja... nadie es perfecto y a veces, por suerte, Dios también se equivoca.