
Los cordeles de la carpa se tensan, resisten la fuerte brisa que arrastra un olor a tierra mojada. En la oscuridad, los árboles agitan sus ramas y desprenden hojas que caen con las primeras gotas. Mañana la caminata será larga, monótona, el llano es inclemente en esta época del año. Los parpados con el peso del cansancio de la jornada se mueven pausados, me adentro en el “sleeping bag”. Apoyo mi cabeza sobre el brazo, el repique de las gotas en la tela son un canto de cuna. -Ahora no puedo hacerte el amor mi Valentina.-
Los retos exigen sobreponer debilidades, la cuesta severa ofrece resistencia, el sol infame punza mi rostro, la mochila castiga la espalda, las piernas rehílan en cada ascenso. Reflejos brillantes toman por asalto mi frente, surcan las mejillas y humedecen mis labios angustiados. No sé cuanto hace que bebí el último sorbo de agua. Dejo atrás una línea perfecta que limita lo humano de lo divino, la mente no conoce convenciones de tiempo; minutos pueden ser horas. La lengua áspera, rugosa; la saliva gruesa, escasa, empegosta el paladar, mi garganta rasga la respiración. La humedad de mi piel moja la franela; está más oscura, salada. Me detengo; en la tierra seca las hormigas mantienen su línea. Mis gotas de sudor caen como cristales y estallan, rompen su orden. Alzo la cabeza, me mira, estoy con él, a solas, me reencuentro con mi yo, con ese otro que me cuestiona, acusa, ese antagónico que culpa desde la infancia con golpes en el pecho toda decisión, toda acción.
Los árboles sin hojas han elevado su altura, me hago pequeño, sin embargo mi sombra resplandece y los cubre, es un espejo que muestra los recovecos del ser que habita en mi interior. Inmerso en el despiadado calor, el ardor de la ampolla en el talón marca el paso sobre las hojas desvencijadas. Hurgo con la lengua mis encías en búsqueda de una gota de saliva.
Avisto un tejado, advierto la posibilidad de encontrar agua, desentierro mi voluntad, me acerco. La casa con paredes de piedras tiene la puerta abierta. Ya en el umbral, con voz jadeante pido agua.
Unas manos ásperas, fuertes, me toman por el cuello, tapan mi boca; siento la humedad en sus palmas. Con violencia me arrojan al suelo y mi rostro se empapa de un líquido tibio, pastoso, que mana de una herida profunda en la garganta de una mujer, ¡es mi Valentina! sus ojos vítreos miran las vigas del techo.
Me asfixio, el líquido penetra por mi nariz, unge mis labios ansiosos, las papilas escrutan el sabor ferroso y exhalo un sonido hueco, no sé si de dolor o morboso placer. La presión en el cuello se hinca contra el piso, ya no padezco, experimento el goce de beber, beber y beber. En un instante retorno a mis sentidos; la humedad de la tierra invade mi espalda. Los troncos convergen en perspectiva al cielo, sus abanicos verdes filtran haces de luz que se posan detrás de las siluetas de dos hombres que derraman sus cantimploras en mi rostro.
Las pupilas dilatadas, angustiadas, se adecuan a la oscuridad. El corazón presiona mi esternón, la respiración es violenta, rápida. La carpa se ha roto y la lluvia me moja. Son las tres de la madrugada; debo moverme rápido. Se ha filtrado en el bosque la luz de un rayo que me indica que la tormenta no amainará.